SOBRE 'LA CELESTINA' DE JOSÉ LUIS GÓMEZ


Cuando grandes actores como Kenneth Branagh, Laurence Olivier, Woody Allen o Charles Chaplin se ponen a dirigir películas u obras teatrales no descuidan a su elenco, que suele brillar con una pátina de luz homogénea que incluye también al primer actor-director. No es este el caso del montaje 'Celestina' que dirige José Luis Gómez para el recién inaugurado Teatro de la Comedia. En general, los actores del montaje son todos eficaces y algunos, como Raul Prieto (Calisto), Miguel Cubero (Pármeno), Nerea Moreno (Areúsa) e Imma Nieto (Elicia), llevan años demostrando su buen hacer teatral con otros directores. 

Se agradece el uso que Gómez, como director, pretende hacer del espacio, aunque el corretear de algunos “personajes-sombra” por un pasillo a cinco metros del suelo no aporta gran cosa a la comprensión de la obra. En el encuentro entre Calisto y Melibea media entre ambos una distancia de varios metros. Gómez pretende iluminar la escena con la hoguera que el deseo sexual de Calisto ha creado alrededor de Melibea, una hoguera aparentemente infranqueable. Sin embargo, la persecución de Calisto deviene coreografía porque carece de verosimilitud escénica: lo único que impediría que Calisto tocase a Melibea es un posible zarpazo de esta o que ella tuviese un arma, y ninguna de las dos cosas sucede, por lo que relación de peligrosidad que se da entre ambos resulta falsa y el espectador pierde rápidamente el interés en lo que sucede. 

Tras este episodio, es difícil de entender (salvo que uno “lea” el texto mientras lo oye) por qué Calisto se muestra alternativamente melancólico (guitarra en mano) y rabioso. Celestina consigue, de Melibea, un cordón que Calisto recibe ansioso porque representa el cuerpo de su amada. El amante muestra, suponemos que por decisión del director, un encoñamiento sumo. Se le ve salido y enajenado. Más lo segundo que lo primero cuando entre borracho y 'cantiflesco' saca una guitarra y canta desafinadamente sus penares. Aquí Gómez lleva al actor a una actuación patética y risible que ridiculiza al personaje de Calisto. Por eso, cuando bien avanzada la obra vemos a Calisto rezar y cometer el sacrilegio de decir que Melibea es su dios y que él sólo cree en Melibea, pues melibeo es, el espectador ya le ha perdido el respeto al presunto enamorado y, quizás, está esperando ya, después de dos horas de función, el desenlace de la obra. El final llega después de asistir a la muerte de Celestina a cachiporrazos (no se entiende que estas armas remitan más a las porras de San Ginés que a una porra letal) y por fin tenemos el anhelado polvo de estrellas entre Calisto y Melibea. Cuando él la “monta” el público ríe. Este caso es parecido a cuando el público reía en el “Acuérdate de mí” del fantasma del padre de Hamlet en un olvidable montaje. Algo pasa. Y es muy probable que tenga que ver con el tema de siempre: sexualidad y teatro. Como los actores, o los directores, temen abordar las escenas de sexo se cae en la corrección coreográfica y quizás ese sea el motivo de la carcajada: ¿hay algo más ridículo que coreografiar el sexo? Sin embargo cuando Gómez, pasada la mitad de la obra, se mete en la cama con Areúsa, a quien vemos desnuda, (¿y por qué no a Melibea y a Calisto? ¿es que el vulgo es vulgar y los señores follan vestidos?) sentimos el morbo, la sensualidad y el deseo. El espectador quiere ver más, se imagina a Areúsa con antiguos y venideros amantes; así, el público crea, con ayuda del actor, esa ilusión llamada personaje que se revela como un ente con una vida secreta llena de sugerencias.

Llama la atención, por otro lado, la eficacia de la escena del banquete entre Pármeno, Sempronio, Areúsa, Elicia y la propia Celestina. Hay compadreo, celebración, sexualidad y riñas entre los miembros del vulgo que tan bien retrata Fernando de Rojas. La acción está bien orquestada en esta escena, continuamente ocurren cosas que entretienen al espectador y los personajes quedan bien dibujados. Por eso cuesta asumir que cuando el mismo Gómez-Celestina está en presencia de Calisto, Sempronio y Pármeno queden todos tan envarados y presos de un tipo de escucha estatuaria (salvo Gómez, claro) que al mismo John Gielgud le habría extrañado.

¿Cuál es el personaje más realista de la obra, el más reconocible de entre las múltiples tipologías callejeras y/o urbanas? Celestina. Gómez se permite encorvar la espalda, mover las manos, cambiar continuamente de dirección, romper las frases y respirarlas e, incluso, tirar de acento andaluz y ponerse un clavel en el moño. Reconocemos a esa mujer en un mercado, en una vecina octogenaria, en la gitana del rastro o en esa pariente loca y excéntrica de nuestros abuelos. Gracias. Lo que no se entiende, entonces, es por qué un grupo de actores capaces no se suman al carro del carácter y la peculiaridad psicológica y física; no se entiende, entonces, por qué la mayoría hablan como pulcros locutores de radio. Lástima.

En lo que respecta a la fábula, desconciertan las presencias fantasmales, cruz en mano, que atraviesan los pasillos superiores tanto al principio como al final de la obra. Y esto es así, sobre todo, cuando Calisto muere al final de la representación. Parece que hubiese sido asesinado. ¿Influirá el hecho de que su muerte se represente con un muñeco que cuelga desde la tramoya (decapitado, por cierto)? 

Tras la tragicomedia el elenco reaparece al fondo para componer un coro de estatuas que cantan flamenco mientras que un número considerable de campanas descienden desde el techo del teatro incompresiblemente. (Viva el dinero público). A gran parte de la audiencia le habría interesado más ver cómo los conjuros, la magia oscura de Celestina, deshacían el cuerpo duro de Melibea para hacerla explotar de deseo irracional, pero para tal escena se habría necesitado a una actriz menos fría y una puesta en escena menos pulcra, menos “alemana”.  

Nos hubiera gustado ver la 'Tragicomedia de Calisto y Melibea' y no sólo a Celestina.

MARCOS G.

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